viernes, febrero 17, 2006

EL HOMBRE ENTRE LAS ROCAS

El oso amoroso tiene el rostro de Belzebú y la mirada fría de la Gioconda. Sus piernas son las de Flash Gordon, sus cuernos los del caracol, su casa la del indigente. El oso amoroso tiene forma de amapola, de acuarela, de ausencia. Sus dientes aparecen carcomidos por el odio o el tabaco. Y sus ojos, relucientes como el ámbar de los semáforos, tienen la sabiduría de no haber visto jamás el mar en estado de sequía. Decía ser indigente, vivir acompañado de cartones, ser un oso ruidoso en la selva de la ciudad. El caso es que yo no me creí nada, lo siento, porque sé de sobra de los estragos del hambre en el ser que aspira y clama por comerse la luna. Estirar las manos creyendo que la puede arrancar del cielo como un cazador inexperto coge su mejor arma – la que cree su mejor arma – de la tablilla conocida como panoplia y sabe que, solo el hambre, será la servil encargada de accionar el gatillo. Todos tenemos demasiado hambre cuando salimos un rato de nosotros mismos para amar u odiar sin reservas.

Diego Medrano, El hombre entre las rocas, 2005

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